Aún lo puedo ver allí sentado junto a nosotros sobre la acera del parque, Jorge el más tímido de mis amigos, sonriéndome de vez en cuando mientras veíamos a Lucho hacer cada una de sus temerarias acrobacias en el parque San Blass.
“¡Hoy nos vamos a saltar la cerca del parque! a que yo salto más que ustedes, a que si lo hago!” decía Lucho haciendo gala de su envidiable habilidad para correr y saltar. La cerca del parque media un poco mas de un metro, pero para nuestros 13 años era algo considerable saltarla. Entonces saltó y miramos atentamente como iba cayendo perfectamente sobre sus zapatillas de lona blanca. Que envidia, pensaba, pero ni cagando la saltaba, no hasta que estuviese preparado física y mentalmente, al final terminaba resignándome al lado de Jorge que creía que saltar esa cerca era algo ilegal, según sus padres.
“Mira Fernando, apuesto a que un día de tanto creerse el mejor de todos, Lucho se romperá algún hueso si es que no se mata primero...” me decía Jorge casi frunciendo el ceño, “pero no te molestes pues Jorgito, si se mata es su rollo ¿si o no?” le decía y luego se levantaba y se iba porque frente al parque, en la puerta de su casa le hacia señas Doña Lucy, su mamá.
No hacia falta tener buena visión para darse cuenta que lo estaban regañando. “Cuántas veces te tengo que decir que no te juntes con esos vagos de mierda!” le estaría diciendo mientras se lo llevaba de las orejas, a lo que Jorge respondía con vergüenza y sumisión.
“Pobre Jorge” decía, y Lucho “Pero tiene más plata que nosotros, no jodas, de pobre no tiene nada, ¿la vida no es perfecta no?”
Un viernes Lucho trajo una botella de vino que había sobrado del cumpleaños de su papá. “Vamos a la casa vieja para tomarla” dijo. La casa vieja había sido abandonada por sus dueños hace unos años, las ventanas eran grandes y ya no tenían las lunas de vidrio, solo medio colgaban las cortinas que ocultaban nuestras ilegales reuniones, como cuando fuimos a fumar los cigarros que encontré en el cuarto de mi hermano mayor, o cuando Lucho trajo una revista de PlayBoy, no creí que existieran aquí, la examinamos de cabo a “rabo”.
Ya en la casa vieja, yo tomé el primer sorbo, era uno de los vinos más deliciosos que había probado, pensaba en mi abuelo cuando lo tomaba, es que él me lo daba a escondidas de mis padres cuando traía una botella de su viñedo. En cambio Jorge dijo que no tomaría porque llegando a casa su mamá lo podía oler y entonces lo mataría a correazos. Accedimos sólo porque conocíamos a la mamá de Jorge que como era linda, también podía ser una mierda.
“Fernando, no deberían de acabarse todo el vino, podrían descubrirlos y castigarlos también” dijo Jorge a lo que Lucho, mirándolo incómodamente y con los efectos del alcohol del vino, le respondió “Vete si quieres, sabemos que eres maricón”.
“Lucho déjate de joder, Jorge tiene razón ya párala, mira que el vino te está haciendo hablar webadas” le dije mientras le quitaba la botella para guardarla debajo de la pequeña banquita de madera que había en la sala.
“No le hagas caso, el webón es un pollo, mira como se emborrachó rapidito, jeje” le decía a Jorge que estaba serio y saliendo por la puerta, “váyanse a la mierda” dijo y cerró la puerta con fuerza.
Cada tarde, después de la escuela nos íbamos a caminar por ahí, por el parque San Blass. Lucho corría desde la entrada del parque directamente hacia la cerca a toda velocidad y zaz! la saltaba con una facilidad increíble, claro, ser el más flacucho del grupo tendría que tener algún beneficio. Jorge y yo solo mirábamos, yo con envidia y él con asombro.
Un Lunes, Lucho no fue a la escuela, fue muy extraño, él podría ser ocioso y todo lo demás pero nunca faltaba a clases, Jorge fue el primero en hacérmelo notar. “Fer, ¿tú sabes por que no vino Lucho?” me dijo.
Supimos la respuesta cuando íbamos llegando de la escuela por el parque, a lo lejos vimos que en la puerta de la casa de Lucho había más gente de lo normal, sentí escalofríos de repente. Jorge me miraba como queriendo que le explique que pasaba, como queriendo negar lo que presentía.
“¡¿Por qué?!” “”No puede ser”, escuchábamos mientras nos acercábamos, más temerosos que nunca, más pensativos que nunca. Cuando nos asomamos entre toda la muchedumbre como buscando algo, pudimos ver a la mamá de Lucho sentada en su sillón antiguo mirando hacia el techo de la casa, tenía la cara como ída, como fuera de este mundo, el hermano mayor de Lucho estaba sentado sobre un lado del sillón abrazándola con la cabeza sobre su hombro.
“Estaba tirado a un lado de la pista, todavía respiraba pero se tardaron en llevarlo al hospital, todos miraban asombrados pero nadie hizo nada inmediatamente, yo quise ayudarlo pero no podía, pobre chiquillo, pobre.” nos dijo Doña Juana, la anciana en silla de ruedas que nos vende los dulces.
No puede ser. No lo terminamos de creer hasta el miércoles, que lo vimos más tranquilito que nunca dentro del ataúd blanco que había comprado su padrino Don Luis. Tan sereno y tan tranquilo, pensé por un momento que mientras lo mirábamos con pena así dormidito, abriría sus ojos y nos daría un susto para luego reírse, pero no paso.
Jorge me dijo que mejor nos íbamos, estar entre toda esa gente que no conocíamos desviaría nuestra pena y podría convertirla en hipocresía. Nos fuimos.
Nada seria igual, lo note apenas me senté al lado de Jorge que tenía cara de pensar muchas cosas, pero todas referentes a Lucho, me imaginaba.
Pobre Lucho, al salir de su casa temprano en la mañana su mamá le había dicho que vaya rápido pero con cuidado a la escuela, ya que conocía de sobra a su aventurero y travieso hijo. Lucho estaba a punto de cruzar la avenida España que es de doble sentido, cuando pensó que sería algo genial cruzar corriendo rápidamente las dos vías antes de que crucen los buses, la gente que lo vería diría “Wow que chico para rápido y valiente” pensó. Mientras corría sentía como el aire golpeaba su cara y se sintió tan genial, ya casi terminaba de cruzar la segunda pista cuando sintió que con el movimiento se le habían caído tres de las figuritas del álbum que le había comprado su hermano mayor y que nos mostraría en la escuela. Pensó un segundo, volvió y se estaba agachando para recoger las figuritas y de repente pensó otro segundo más y se dio cuenta que era imposible terminar de cruzar la pista puesto que veía borroso a casi un metro de él a un bus viejo y destartalado. Su mamá, su hermano, su papá, sus queridos amigos, pensó en todos ellos en menos de dos segundos, poco importaban las figuritas. Luego sintió un fuerte golpe en la frente y las piernas y luego, con los ojos entreabiertos, miraba al cielo gris de la ciudad. Escuchaba que la gente le gritaba al chofer del bus, maldiciéndolo y golpeándolo para que no huya, Lucho solo sentía un fuerte hincón en el pecho cuando respiraba, trataba de hacerlo pero era muy doloroso, la gente lo había rodeado, todos decían “pobrecito” entre otras cosas, él seguía mirando el cielo y le dolió más el pecho cuando trató de respirar por última vez y entonces dejó de pensar, como si lo hubieran apagado así por así. Había muerto.
Tiempo después, la pena por la muerte de Lucho no se sentía tanto. “Vamos al parque” me decía Jorge, “Bueno vamos” le decía sabiendo que nos aburriríamos porque ya no había nadie que saltara la cerca o que saltara las escaleras del parque.
“¡Joder! mira que alto he saltado” le decía a Jorge mientras saltaba y miraba debajo de mi a la gran cerca, después que lo hice animé a Jorge para que la salte también pero no quería tenía miedo, le dije que no es tan grande como parece, que mientras más rápido se impulsara lo haría mejor. Jorge se animó y saltó y también se sintió tan genial, y yo orgulloso de haber derrotado a aquel miedo, estaba feliz por mi y por Jorge. Pero una vez del otro lado de la cerca vimos a Lucho que nos miraba con un aire de orgullo, me asuste, le dije lo que casi todo el mundo le pregunta a sus seres queridos fallecidos: “Lucho, ¿pero... tu... no estás... muerto?” y entonces él me sonríe y me acerco a tocarlo y me despierto con lagrimas en los ojos a las 5:00 a.m.